Como las hojas de papel, brillan puras cuando vacías están y coloridas se vuelven cuando atraviesan sus márgenes las ideas, aunque la verdad es que nada es tan puro y tampoco tan colorido ya que la esencia de esa hoja es la destrucción... Antes de entrar, pasaré a orinar. Un poco justo, pero voy a buen tiempo, si no hubiese sido por ese Don que casi me atropella en el cruce; no entiendo, ¿qué compara su auto con alguien que sólo va pedaleando en dos ruedas? por poco y no llegaba vivo a dar mi tanda de clases ¿qué materias me tocan hoy?, ¿a qué salón debo ir? Creo que antes debo pasar a sacar el miedo.
Cavilación tras cavilación, Ovidio, profesor de bachillerato, procedió a los baños generales del instituto donde trabaja. Eligió un inodoro y mientras se bajaba la bragueta el joven profesor alcanzó a escuchar a unos estudiantes. Pienso que no tiene nada de malo orinar aquí, aunque siento que en cualquier momento todo puede pasar, que me arrojen papel mojado, abran la puerta mientras orino o qué sé yo (ligeros recuerdos de travesuras concernientes a un pasado no tan lejano). Comenzó a salir el miedo de su entrepierna y los estudiantes que entraron después de él, entre risas y cuchicheos, parecía que se encontraban en una situación extraordinaria, en sí, sólo alcoholizados.
Ovidio terminó de sacudir ese temor, ahora un poco intrigado, le parecía extraña la manera en cómo se expresaban esos estudiantes que recién habían ingresado al sanitario, ¿qué tendrán? Se preparó, subió su bragueta, salió y se dirigió a los lavamanos; mientras se mojaba las palmas, entre miró y alcanzó a divisar que eran tres adolescentes, dos de ellos un poco rojizos de la cara y con miradas extasiadas, y el último de ellos tambaleante en exceso. Sin esperarlo, se acercaron con él y le dijeron, ¿cómo ves a este güey, está bien pedo? Sinceramente a Ovidio le sorprendió esta interacción, aunque sabía que era un profesor relativamente joven y ya le había pasado anteriormente que tanto los otros profesores, como administrativos, lo confundieran con estudiante, pero en esta ocasión su integración se asemejaba a lo que alguna vez vivió: el ser un estudiante explorando la insana diversión. La única respuesta que se le ocurrió en ese momento y que resolvió con normalidad fue, soy maestro chavos y qué mala suerte para ustedes, los tendré que llevar a orientación, y después de titubear un poco se decidió y les dijo que mejor irían directo a la dirección. Con miradas de asombro, entre los estudiantes alcoholizados entre cruzaron su incomodidad, no lo podían creer, estaban perdidos.
¿Cómo era posible que estuvieran alcoholizados? Ovidio se preguntaba a sí mismo mientras dirigía a los tres estudiantes a su condena. Estaban en el turno matutino, apenas eran las nueve de la mañana y ya estaban hasta la madre de borrachos; no lo puedo creer, aunque también recuerdo que no tiene mucho que hice cosas similares, no sólo una vez sino varias terminé borracho en los salones de la preparatoria en la que estudié. Y ahora estoy aquí acusando a estos chavos, siendo el gendarme de los buenos hábitos cuando fui igual o peor y además me sigo alcoholizando, tal vez nadie lo sabe (eso creía él), pero llevo siempre mi licorera a todas partes. ¿Seré un charlatán?, es probable, pero ya estoy aquí.
Directora, traigo a estos tres muchachos, los encontré en estado de ebriedad dentro de los baños de la escuela, considero que lo mejor que puede hacer con ellos es una suspensión definitiva del plantel. Tras esta declaración los tres muchachos quedaron desconcertados, prácticamente se les bajó la borrachera, ¿qué pensarían sus padres? ¿qué les dirán en sus casas? La verdad es que nada bueno. Mientras tanto, Ovidio, al terminar su declaración ante la Directora, sólo pensaba en darse un trago de whisky proporcionado por la última licorera que se había comprado en línea y que tenía bien guardada en el bolsillo secreto de su chaqueta. Juan, Daniel y Sebastián, los tres condenados a dejar la escuela, no les quedó más que salir. La decisión por parte de la Directora fue contundente, “no aceptaremos esas actitudes en esta escuela, así que los daré de baja definitiva y que esto sirva como ejemplo a la comunidad estudiantil”.
Después del suceso, Ovidio se retiró a sus clases, y como todos los días, impartió sus materias con relativa normalidad. Ahora sentía un vacío en su moralidad, no se convencía a sí mismo de lo que había hecho, aunque intentaba no darle importancia. Imposible. Su acción lo atormentará por más tiempo del que hubiese querido ya que de alguna forma no estaba seguro de haber hecho lo correcto, ¿quién era él para juzgar a un montón de chamacos con ganas de disfrutar su juventud? Él no sabía hasta qué punto, pero su decisión repercutirá en la vida de esos tres chicos por siempre, ni él ni nosotros sabremos a ciencia cierta hasta qué punto lo hará; por lo mientras, Ovidio llegó a su departamento, un pequeño inmueble que rentaba desde hace un par de años, se instaló para comenzar a calentar su comida, después de comer lavaría sus platos y finalmente se pondría a ver una de esas series adictivas que lo hacían distraerse y dejar de pensar en cosas del trabajo. Abrió una botella de vino y se sirvió una copa; mientras veía las escenas de acción mafiosa, la oscuridad se iluminó en su interior sin que él se percatara.
De un momento a otro estaba despierto, nuevamente en el salón de clases, cómo era eso posible si apenas había salido de trabajar, seguro era una maldición en carne propia. Las manos le comenzaron a sudar mientras el supuestamente daba una vez tras otra las mismas clases sin parar, era un movimiento en espiral el que envolvía su práctica. Risas, cuchicheos, miradas burlonas, ojos de sosiego, comentarios burlones y así, uno tras otro, clase tras clase, hasta que no pudo más y de un grito se desembarazó de aquel salón de clases infinito. O eso creía él.
Ahora se encontraba en la calle dispuesto a correr escapando de algo, pero ya no sabía de qué. Las personas lo miraban con desdén mientras él se escurría y llenaba las calles que nuevamente se convertían en los pasillos de la escuela. No había escapatoria. Al cansarse de tanto correr, decidió tomar un respiro, levantó la mirada y se encontró con ellos. Mire profe, le dijeron, no pasa nada, quizá nos delató en Dirección, pero todo va saliendo bien para nosotros, la verdad es que ninguno quería estudiar; ahora Juan es un empresario exitoso, vende toda la marihuana que consumen los estudiantes a los que les da clase, es un mercado jugoso. Daniel a sus diecisiete años ya es padre de familia y cuenta con un trabajo bien remunerado, mientras Sebastián ha decidido incursionar en la farándula del streamer, todo un caso y ya cuenta con mil seguidores; gracias a usted somos el éxito andando.
Ovidio no lo podía creer, había arruinado la vida de aquellos estudiantes, con esa decisión llena de insensatez. Con todo lujo de autoridad institucionalmente otorgada, redujo las expectativas de éxito a tres personas. Aun así, pensó, es muy probable que las opciones de esos jóvenes terminarían siendo las mismas, con una sociedad tan bastarda que sólo nos deja a la deriva, quizá les hice un favor al poner ese atajo en sus vidas. ¿Tú quién eres para decidir sobre la vida ajena? Le comentó con severidad la Directora de su escuela quién se encontraba acostada bajo su regazo. En ese extraño momento, Ovidio se levantó de un saltó, su vaso de vino se había desparramado encima de su confundida existencia; eran las tres de la madrugada y al día siguiente se debía presentar a sus labores cotidianas en punto de las 7 am.
Al sonar su alarma, sin saber cuál fue el momento exacto en el que se desnudó para entrar a su cama, por inercia se levantó, talló sus ojos y emprendió la rutina diaria. En menos de quince minutos estaba listo para comenzar, aunque con un sabor amargo, seguramente por el vino. Como usualmente lo hacía, salió de su casa arrastrando su bicicleta hasta que por fin decidía montarse. Un pedaleo tras otro con el tiempo a su favor y una pesadez de locura, daría su vida por cinco minutos más de sueño.
En el camino trataba de recordar su alucinación nocturna cercana a una pesadilla, que sin duda fue una locura. Malditos chamacos, hagan lo que hagan, todos estamos condenados. A punto de llegar a su destino, hizo un giro cotidiano sobre una calle que le servía de atajo y en ese momento la bocina de un carro comenzó a sonar sin parar, Ovidio, acostumbrado a la desesperación de los automovilistas se orilló lo más que pudo sobre la vereda, ocupada en gran parte por un sin fin de automóviles estacionados; aun así, la bocina no cesó hasta el momento en el que Ovidio se encontró nuevamente en el salón de clases ataviado de estudiantes rencorosos, listos para propinar eternamente una paliza a esa autoridad insensata.
Por Raúl Loporte
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